Antonio,
Quinto Casio, Curión y Celio llegaron al campamento de las afueras de Arimino el día once de enero por la mañana temprano. Eran
algo lastimoso de ver con las togas rasgadas y ensangrentadas, los rostros
magullados y llenos de cortes; los dos tribunos de la plebe eran perfectos para
los propósitos de César. Llamó a la decimotercera a asamblea y les presentó a
Antonio y a Quinto Casio en toda su gloria.
-¡Por
esto estamos aquí! -les dijo César-. ¡Para prevenir esto nos hemos adentrado en
Italia! ¡Ningún colectivo de hombres romanos, por muy augusto o antiguo que
sea, tiene el derecho de violar a las personas sagradas que son los tribunos de
la plebe, que surgieron para proteger a toda la gente corriente, a la inmensa
cantidad de miembros de la plebe, desde el proletariado, pasando por los
soldados de Roma, hasta los hombres de negocios y los funcionarios! ¡Porque no
podemos llamar a los plebeyos del Senado nada más que futuros patricios! ¡Al
tratar a dos tribunos de la plebe del modo como los plebeyos del Senado han
tratado a Marco Antonio y a Quinto Casio, han
renunciado a su condición y a su herencia plebeya!
»La
persona de un tribuno de la plebe es inviolable, y su derecho al veto
inalienable. ¡Inalienable! Lo único que Antonio y Casio
hicieron fue vetar un decreto difamatorio dirigido a ellos, y que a través de
ellos me apuntaba a mí. Yo he ofendido a esos aspirantes a patricios del Senado
al mejorar la imagen de Roma a los ojos del resto del mundo y al añadir enormes
riquezas a la bolsa de Roma.
»Porque
yo no soy uno de ellos. Nunca he sido uno de ellos. Senador, sí. Magistrado,
sí. Cónsul, sí. ¡Pero nunca he sido uno de ese mezquino, corto de miras y
vengativo grupo de hombres que se llaman a sí mismos los boni, los hombres buenos! Los
cuales se han embarcado en un programa destinado a destruir el derecho del pueblo
a tomar parte en el gobierno, se han embarcado en un programa para asegurarse
de que el único colectivo de gobierno que quede en Roma sea el Senado. ¡Su
Senado, muchachos, no el mío! Mi Senado es vuestro servidor, su Senado quiere
ser vuestro amo.
-Quiere
decidir cuánto se os paga, cuándo ha de terminar vuestro servicio militar
después de haber servido con generales como yo, si habéis o no de recibir una
pequeña parcela de tierra donde estableceros cuando os retiréis. Quiere regular
el tamaño de vuestras ·primas, vuestro porcentaje del botín, cuántos de
vosotros tomaréis parte en un desfile triunfal. Incluso quiere decidir si
tenéis o no derecho a la ciudadanía, si vuestras espaldas, que se han doblado
mientras servían a Roma, han de ser convertidas o no en gelatina por el látigo
de espinos. Quiere que vosotros, soldados de Roma, lo reconozcáis como vuestro
amo. ¡Quiere que os acobardéis y lloriqueéis como el mendigo más mezquino de
una calle de Siria!
Hircio resolló con satisfacción.
-Está
lanzado -le confió a Curión-. Va a ser uno de sus
mejores discursos.
-No
puede perder -dijo Curión.
César
continuó arrasando.
-Ese
pequeño grupo de hombres y el Senado que ellos están consiguiendo manipular han
impugnado mi dignitas, mi derecho al
honor público a través del esfuerzo personal. ¡Quieren destruir todo lo que yo
he hecho, llaman traición a lo que he hecho! ¡Y al querer destruir mi dignitas, al llamarme traidor, están
destruyendo también vuestra dignitas
y están llamando traición a lo que también vosotros habéis hecho!
»¡Pensad en ellos, muchachos! Todos esos fatigosos kilómetros, todas
esas nundinae
con el estómago vacío, esos cortes de espada, esos pinchazos de flecha, esos
desgarros de lanza. ¡Todas esas muertes en primera línea, tan nobles, tan
valientes! ¡Pensad en ellas! ¡Pensad en los lugares donde hemos estado, pensad
en lo que hemos hecho, pensad en el trabajo, el sudor, las privaciones, la
soledad! ¡Pensad en la gloria colosal que hemos amasado para Roma! ¿Y para qué?
¡Para que a nuestros tribunos de la plebe los golpeen a puñetazos y puntapiés,
para que desprecien nuestros logros, para que nos infravaloren, para que se nos
cague encima una preciosa y pequeña claque de aspirantes a patricios! ¡Pésimos
soldados y peores generales hasta el último de ellos! ¿Quién ha oído hablar
alguna vez del general Catón? ¿Y de Enobarbo el
conquistador? -César hizo una pausa, sonrió y se encogió de hombros-. Pero
¿quiénes de vosotros conoce siquiera el nombre de
Catón? El de Enobarbo, quizá, pues su bisabuelo no
fue mal soldado. Así que, muchachos, os voy a dar un nombre que sí conocéis: Cneo Pompeyo, que se puso a sí mismo el cognomen de Magno. ¡Sí, Cneo Pompeyo, que debería estar luchando por mí, por
vosotros! ¡Pero que, en su vejez gorda y lela, ha elegido sujetar una esponja a
un palo para limpiarles el culo a sus amigos los boni! ¡Que le ha vuelto la
espalda al concepto del ejército! ¡Que ha apoyado esta campaña en contra mía y
de mis muchachos desde el mismísimo comienzo! ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso?
¡Porque está vencido, superado como general, superado en su clase y ultrajado!
¡Porque no es lo bastante «Grande» como para admitir que el ejército de otro es
mejor que cualquiera de los ejércitos qúe él ha
mandado en su vida! ¿Quién puede igualar a mis muchachos? ¡Nadie! ¡Nadie!
¡Vosotros sois los mejores soldados que han levantado nunca una espada y un
escudo en nombre de Roma! ¡Así que aquí estoy, y aquí estáis vosotros, en el
lado de un río en el que no deberíamos estar, y de camino para vengar nuestra
mutilada, nuestra despreciada dignitas!
»Yo
no iría a la guerra por ningún motivo menor que éste. Yo no me opondría a esos
idiotas senatoriales por ningún motivo menor que éste. Mi dignitas es el centro de mi vida. ¡Es todo lo que tengo en mi vida!
¡No permitiré que me la quiten! Ni permitiré que os quiten
la vuestra. ¡Cualquier cosa que yo sea, lo sois vosotros! ¡Hemos marchado
juntos para cortarle las tres cabezas al Cancerbero! ¡Hemos sufrido penalidades
en la nieve, en el hielo, bajo granizo y bajo la lluvia! ¡Hemos cruzado un
océano, hemos escalado montañas, hemos nadado en caudalosos ríos! ¡Hemos
derrotado a los pueblos más valientes del mundo y les hemos obligado a
arrodillarse ante Roma! ¡Les hemos hecho someterse a Roma! ¿Y qué puede decir
el viejo, pesado y pobre Cneo Pompeyo como
contrapartida? ¡Nada, muchachos, nada! Así que, ¿qué ha elegido hacer? Ha
tratado de despojarnos de todo lo que tenemos, muchachos: del honor, de la
fama, de la gloria, del milagro. ¡Todo lo que nosotros reunimos y llamamos dignitas! -Calló y extendió los brazos
como para abrazar a los soldados-. Pero yo soy vuestro seguidor, muchachos.
Existo por vuestra causa. Sois vosotros quienes debéis tomar la última
decisión. ¿Queréis que sigamos avanzando por Italia para vengar a nuestros
tribunos de la plebe y para recuperar nuestra dignitas? ¿O damos media vuelta y regresamos a Rávena? ¿Qué hemos
de hacer? ¿Seguimos o retrocedemos?
Nadie
se había movido. Nadie había tosido, ni estornudado, ni susurrado un comentario
en voz baja. Y durante unos instantes después de que el general dejase de
hablar, aquel inmenso silencio continuó. Luego el centurión primipilus abrió la boca.
-¡Seguimos!
-rugió-. ¡Seguimos, seguimos!
Los
soldados lo imitaron.
-¡Seguimos!
¡ Seguimos! ¡ Seguimos!
César
bajó del estrado y se adentró entre las filas de soldados; iba sonriendo y
tendía una mano para estrechar todas las que se le ofrecían, hasta que quedó
engullido entre una masa de cotas de malla.
-¡Qué
hombre! -le dijo Polión a Orca.